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En Tu Bishvat, el día 15 de Shvat, celebramos la conexión del ser humano con la naturaleza, la relación que nuestra especie ha tenido desde sus orígenes con la fuente de su sobrevivencia; en esta fecha, reconocemos y agradecemos todos los recursos que, desde tiempos prehistóricos, nos ha ofrecido la madre tierra para subsistir, producir y crear.
Cada año, la celebración de la fiesta de los árboles es una oportunidad para reflexionar acerca de nuestra dependencia absoluta a la naturaleza y, al mismo tiempo, para reforzar nuestra conciencia sobre la gran capacidad humana para deteriorarla.
La urbanización, el desarrollo tecnológico e industrial y la explotación masiva de recursos naturales para satisfacer las demandas de nuestras sociedades consumistas han dañado gravemente nuestros ecosistemas y han desconectado a nuestra especie del mundo natural.
Realmente, ¿somos conscientes de ello?, ¿hemos calculado el efecto a largo plazo y el costo–beneficio de nuestras acciones?, ¿estamos siendo responsables con quienes vienen después de nosotros?
Hace miles de años, el ser humano convivía permanentemente con su entorno natural, aprendía de él todo lo que podía: sus ciclos, sus estaciones, sus comportamientos; y aunque no tenía la comprensión que hoy tenemos de sus fenómenos, entendía que existía una delegada línea donde se establecía el equilibrio natural, por ello lo valoraba tanto, lo respetaba, lo cuidaba e incluso lo veneraba.
Nuestro texto fundacional, la Biblia de Moisés, no se queda atrás en el intento por despertar esas mismas actitudes hacia la naturaleza al comparar al ser humano con la naturaleza misma. .
Ki haadam etz hasade, “porque el ser humano es un árbol del campo” (Deut. 10:19). La Torá nos quiere decir, de una vez y sin rodeos, que debemos considerar a la madre naturaleza como a nosotros mismos; pero también quiere decirnos que si observamos la naturaleza y la entendemos bien, podremos conocernos mejor a nosotros mismos.
A pesar de haber leído esta frase un sinnúmero de veces, nunca había la había entendido en toda su profundidad hasta que tuve la oportunidad de hallarme inmerso en la selva amazónica, donde te encuentras 360 grados rodeado de vegetación.
Una persona nativa de la región me explicó que la vegetación es tan densa y diversa, pues árboles y plantas buscan naturalmente dos elementos: luz solar y agua, por lo que sus raíces se extienden a lo largo de decenas de metros e incluso llegan a desplazar sus troncos produciendo tallos nuevos que, al encontrar la luz del sol, comienzan a crecer hasta convertirse en altos árboles con anchos troncos, los cuales pueden crecer tanto, que llegan a rebasar las copas de los demás. A estos árboles, que son los que mejor logran aprovechar la luz solar y el agua, se les llama emergentes.
Cuando escuché esta explicación, encontré el posible significado a la comparación bíblica entre el hombre y el árbol.
Los seres humanos estamos compuestos por una parte espiritual y otra material, las cuales debemos aprender a mantener en equilibrio perfecto. La luz del sol representa la riqueza espiritual que da sentido a nuestra existencia material, misma que, por fuerza, necesita agua, es decir, el sustento y la satisfacción de todas las necesidades que posibilitan nuestra sobrevivencia física.
En el hombre se unen el cuerpo y el alma, lo material y lo inmaterial, lo pasajero y lo eterno, de tal suerte que si descuida alguno de esos elementos, se marchita, deja de crecer o, inclusive, muere. Por eso, debe siempre procurar fortalecer sus raíces en la tierra, pero sin descuidar su conexión con la Fuerza Superior que alimenta los elementos físicos que lo hacen crecer.
Debemos esforzarnos por encontrar el equilibrio perfecto entre luz y agua, espíritu y materia, cuerpo y alma, para poder convertirnos en emergentes, es decir, en seres de luz con los pies bien puestos en la tierra, de forma que logremos reparar todo aquello que hemos echado a perder en la naturaleza, en su fauna y flora, en todo el conjunto del ecosistema, pero también en el tejido social.
Mi guía en la selva también me explicó que la diversidad vegetal es la clave de la nutrición de todo el ecosistema, pues un solo tipo de árbol o planta no lograría subsistir a largo plazo. Tanto sobre la corteza terrestre como por debajo, las raíces se entremezclan e intercambian nutrientes que les permiten crecer y fortalecerse.
De forma análoga, la Biblia también nos habla de la importancia vital de la diversidad humana, del intercambio y el sincretismo cultural, del diálogo ecuménico. El roble seguirá siendo roble, el ficus seguirá siendo ficus, igualmente la seiba y el pino, pero tomarán nutrientes uno del otro para ser más adaptables y resistentes a los cambios de clima.
La carrera frenética por “el progreso” en todos sus aspectos y los esfuerzos deliberados por conquistar espacios y explotarlos provocaron las revoluciones agrícola, industrial y tecnológica, descuidando en una enorme proporción la «coexistencia» con nuestro hogar natural.
Tu Bishvat nos debe hacer reflexionar sobre la vital importancia de renovar nuestros vínculos con nuestro entorno natural, de volver a valorarlo, respetarlo, cuidarlo y reconstruir esa simbiosis entre el hombre y el árbol, pues del árbol no solo comemos, sino también aprendemos el equilibrio para vivir.
Benjamin Laniado
Director de CADENA
Ésta es una pregunta que no se puede limitar de manera absoluta a una sola definición o idea pues, para tratar de entender qué significa ser judío, debemos tomar en cuenta muchos factores, contextos, épocas, espacios, procesos culturales y, sobre todo, el cause evolutivo de nuestra civilización.
Ser judío, desde mi perspectiva personal, no es solamente una identidad cultural que llevamos puesta y que agenda nuestras costumbres y tradiciones. Ser judío es más: es un sistema operativo que llevamos dentro, y que nos impulsa a ver el mundo de diferente manera.
Considero que el Pueblo Judío es, en cierto sentido, precursor de la historiosofía, es decir, la filosofía de la historia. Esto quiere decir que le damos una razón trascendente a los acontecimientos que pasan en la vida de las personas, de los pueblos y de las naciones.
Este sistema operativo con el que estamos programados hizo que hace 3,500 años, en Mesopotamia, un hombre llamado Abraham cambiara la cosmovisión del papel del ser humano en el mundo. El patriarca sembró la idea de que el universo tiene un creador único, un propósito; en consecuencia, todos los que estamos conscientes de ello, nos volvemos protagonistas de este propósito al jugarun papel activo en el mejoramiento de las condiciones dadas en cada entorno.
Unos siglos después de Abraham, su bisnieto Yosef, hijo de Yaakov, fue otro judío con esa visión. Con un gran liderazgo, le pudo dar de comer a todo el Medio Oriente, enfrentando la hambruna más dramática que la región había sufrido en décadas. Salvó cientos de miles de vidas humanas al hacer suyo el propósito original de Abraham.
Así mismo, Moisés logró cambiar el paradigma de la esclavitud y la libertad. Al sacar a los hebreos de Egipto, logró emancipar por primera vez en la historia de la humanidad a un pueblo de la explotación, la injusticia y la privación de su autonomía. Puso en el mapa cultural las palabras dignidad, equidad, y la lucha inquebrantable por valores e ideales humanistas.
A mi entender, ser judío es cargar encima la sensibilidad de ver siempre qué falta, qué se puede cambiar y mejorar. Así como estos grandes próceres de nuestro pueblo, en cada época y época podemos encontrar los retos generacionales que tienen que ser atendidos, en economía, ecología, asistencia social, educación, ciencias, arte… Todos los rubros que conforman nuestra vida, la vida de los hombres.
En otras palabras, ser judío es no dejar de mirar las necesidades de nuestro entorno; entender que tomar un lugar activo en la historia de los pueblos y las naciones es un privilegio que conlleva una gran responsabilidad. Ser judío se da, en la mayoría de los casos, por nacimiento.
Pero la identidad judía se practica a diario, preguntándonos constantemente: ¿Para qué? ¿Para qué seguir guardando este legado milenario? ¿Qué diferencia le hace al mundo si existimos como judíos o no?
La respuesta a estas interrogantes no está puesta solamente en el pasado, sino que la creamos día con día. Es una respuesta que nos toca responder a cada judía y judío que se dona a una causa que vale la pena, a un motivo que nos trasciende a nosotros mismos. Ser judíos implica comprometernos a dejar un mundo mejor del que recibimos, estar dispuestos a cumplir con el contrato original de ser una “luz para las naciones”.
Desde mi perspectiva personal, el judío de este siglo XXI debe ser un judío universal, es decir, un judío atento a las realidades cambiantes de una civilización que corre a velocidades inimaginables hacia una revolución tecnológica cuyo destino difícilmente podemos imaginar. El judío universal decide participar; entiende que es necesario, ahora más que nunca, compartirle al mundo los valores e ideales que hemos tejido y cultivado por siglos.
Un judío del siglo XXI sabrá cómo equilibrar la capacidad majestuosa y creativa que todo lo puede, con la sensibilidad contemplativa y humilde para saber, en ocasiones, decir “no, esto no es para mí y no lo recomiendo tampoco para ti”.
El siglo XXI necesitará de personas que sepan equilibrar la productividad y el consumo con la equidad y la justicia social; gente que sepa equilibrar entre lo global y lo local, entre lo nuevo y lo mosaico, lo simple y lo sofisticado; personas que sepan vivir entre niños y ancianos. En suma, se requiere gente comprometida con el imperativo humano de no dejar a nadie atrás. Y creo que el mundo está esperando que estos hijos e hijas de Abraham den el ejemplo de lo que es un ser humano ejemplar. Es una tarea diaria, desde lo ordinario, en nuestro papel de padres, hijos, hermanos, socios, estudiantes, profesionistas; hasta lo extraordinario de lograr cruzar el mundo para participar en una misión humanitaria en el cuerno de África, por ejemplo.
Así mismo, un judío del siglo XXI deberá ser muy cuidadoso de no perder su identidad, sus costumbres, sus tradiciones milenarias; pues ante el gran torrente globalizador, la tendencia natural es de diluir la identidad en aras de un mundo igualitario y homogéneo. Si perdemos todo aquello que nos hace ser nosotros para disolvernos en el océano cosmopolita sin distinción, estaríamos privando al mundo de nuestro legado particular, de todo lo que podemos compartir desde el orgullo de ser judío. Y estaríamos perdiendo la oportunidad de representar nuestro significado de existir. Sólo así podremos explicar ontológicamente el por qué estamos aquí, así como el por qué debemos seguir estando, para la eternidad.
En lo personal, encontré mi causa en el Comité de Ayuda a Desastres y Emergencias Nacionales de la Comunidad Judía de México (CADENA). Esta iniciativa se relaciona absolutamente con mi trayectoria de vida, mis sueños, mis talentos y habilidades, y mis ideales más profundos. Todos ellos, entretejidos, forman un proyecto de vida que alimenta mi alma, mi espíritu, mi razón de ser y existir; una causa que me conecta con lo que soy y represento, y que responde a la educación que recibí en casa y a la que quiero legar a mis hijos.
Pero además, los ideales de CADENA están plenamente alineados con los más sublimes mandatos bíblicos, mismos que me hacen sentir orgullosamente judío, y orgullosamente humano. ¿Qué más podría pedir?*
Benjamin Laniado
Director de CADENA
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