Hay una convención muy extendida de llamar “desastres naturales” a ciertos eventos cuya causa supuesta es la naturaleza. Por lo general, no es una categoría que salte al oído o se cuestione; al contrario, aparece con mucha ligereza en todo tipo de contextos, desde los medios de comunicación hasta algunas ONG importantes.
Sin embargo, categorizar ciertos fenómenos como tal tiene efectos en el mundo. Los conceptos nunca son inofensivos; siempre encubren valores, criterios y procesos de pensamiento. Lo que le da mayor importancia al lenguaje que utilizamos dentro de las ONG, ya que las palabras son instrumentos que dan marcos de referencia y, con ello, limitan o abren las posibilidades de acción. Por eso es importante preguntar de qué manera experimentamos el mundo cuando adoptamos un concepto determinado.
Empecemos por ahí: ¿qué marco de referencia implica la categoría de desastres naturales? Como una primera respuesta, diré que el concepto presupone dos cosas, un antecedente y una consecuencia. Primero, sugiere que las cosas están determinadas por su causa directa (o eficiente, para quienes leyeron a Aristóteles). Es decir, cuando algo ocurre, lo más relevante para definirlo es el agente que lo produce.
Lo segundo es una consecuencia más bien indirecta, que tiene que ver con que solemos asociar los vínculos causales con la responsabilidad. Por ejemplo, cuando en los procesos legales buscamos al responsable de un crimen, estamos buscando a su agente causante o a quien lo produjo. Así, este marco conceptual conduce a que le adjudiquemos la responsabilidad de un desastre a la naturaleza.
De esta manera, los dos presupuestos combinados llevan a una suerte de pensamiento mágico que naturaliza eventos que bien podrían ser prevenidos por otros medios: “la supuesta “naturalidad” de los desastres se convierte en un camuflaje ideológico de las dimensiones sociales (y por lo tanto prevenibles) de tales desastres, cubriendo intereses sociales muy específicos” (Smith, 2006). Aquí, naturalizar un desastre quiere decir que se lee como algo azaroso o como algo inevitable.
Desde la filosofía tenemos un término para el segundo tipo de interpretación: es un ejemplo de teodicea, es decir, una especie de defensa de la justicia divina (teo – Dios, diké – justicia). En otras palabras, se trata de un tipo de argumentos que buscan explicar lo que ocurre como producto de una fuerza superior que todo lo puede y todo lo sabe. Por ende, si esa fuerza superior actúa desde su voluntad, las cosas nunca podrían ser de otro modo.
Cuando hablamos de la naturalidad de los desastres, estamos incurriendo en la misma estructura racional, solo que Dios se reemplaza por otro ente abstracto y omnipotente: La Naturaleza, a la que incluso se le añaden los mismos atributos que a Dios (autoridad, misterio, pureza, neutralidad, jerarquía, entre otros).
Como dije anteriormente, hay muchos peligros en este tipo de estructuras argumentales, y el caso de los desastres naturales no es una excepción. Atribuir la responsabilidad de los eventos a una fuerza superior —la que sea— impide identificar los múltiples factores en los que sí hay incidencia de otros agentes. En el caso de los desastres, impide preguntar, por ejemplo, por la capacidad de protección de ciertas poblaciones.